CAPITALES INGLESES EN URUGUAY



Capitales ingleses en Uruguay

Por Aurelio Nicolella

La inversión británica en el Uruguay, aunque pequeña comparada con la totalidad de las imperiales en el mundo, era cuantiosa comparada con el capital industrial uruguayo. El Uruguay ocupaba el quinto lugar en la cuantía del capital inglés invertido en América Latina, teniendo los primeros puestos Argentina, México, Brasil y Chile. Pero si dividimos la inversión extranjera por el número de los habitantes del país latinoamericano receptor, el quinto lugar se transforma en segundo, sólo detrás de Argentina.
Todos estos inversores, como es casi obvio, exigían la pacificación interna del Uruguay, pues las utilidades de las empresas extranjeras y el cobro de los intereses de la deuda del gobierno uruguayo, por ejemplo, estaban ligados a la marcha pacífica y próspera del país.
A partir de 1860 comenzaron las primeras inversiones extranjeras, sobre todo británicas. Fueron los avanzados entre 1863 y 1865, la fábrica Liebig en la industria de carnes, y en las finanzas el Banco de Londres y Río de la Plata y el primer empréstito del gobierno uruguayo de los inversores en la City Londinense. En 1884 se estimó en 6,5 millones de libras el total de las inversiones británicas; en 1900 ya eran 40. Los ingleses ya habían construido los ferrocarriles - la primera línea fue inaugurada en 1869 y en 1905, el kilometraje total alcanzaba los 2000 - invertido en los servicios públicos de Montevideo (agua corriente, gas, teléfonos, tranvías) e incrementando sus empréstitos al gobierno y su intervención casi monopólica en el mercado de los seguros.
El monopolio que usufructuaba el ferrocarril, la empresa de aguas corrientes, la del gas y el oligopolio de las compañías de seguros, contribuyeron a fomentar dudas en la clase política ya en 1890 acerca de los beneficios que acarreaba al Uruguay el capital extranjero no vigilado por el Estado.
En el caso de los ferrocarriles uruguayos, los capitalistas ingleses obtuvieron importantes concesiones del gobierno del Uruguay que deseaba ese medio de transporte a cualquier costo con tal de poder utilizarlo para doblegar las revueltas rurales, y así poder trasladar las distintas mercaderías y materias primas al puerto de Montevideo con destino a la metrópoli.
Se llega así a la situación que la mayoría de las líneas férreas gozaron de un interés garantido del 7% del capital ficto de 5.000 libras por kilómetro de vía férrea, lo que ocasionó la construcción de inútiles curvas y tal vez de un 10 % a un 5% de kilometraje superfluo. El Estado solo podía intervenir en la fijación de las tarifas si las ganancias de las empresas superaban el 12%, cifra a la que naturalmente nunca llegaron.
Pero una cosa es real y que el ferrocarril fue esencial, no solo para el gobierno central, sino también para la pacificación y unificación de país, ya que de esta manera el gobierno de Montevideo pudo finalmente controlar el interior.
Tal es así que en el año 1886 cuando las vías férreas cruzaron el Río Negro, afluente este que divide geográficamente el Uruguay en dos partes, tendiéndose un puente ferroviario, el Uruguay, que siempre había estado dividido en esas dos mitades, se unificó y las distancias se acortaron.
Este medio de transporte, así como las otras compañías inglesas instaladas en Montevideo, generaron una corriente de antipatía popular por sus elevadas tarifas y deficientes servicios.
Ante la situación de antipatía que generaba que los ferrocarriles estuvieran en manos de los ingleses y a fin de poder controlarse es que en 1888 se legislo una ley en el cual quedo plasmado el estricto control en la contabilidad de las empresas ferroviarias que circulaban por el territorio oriental.